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diciembre 17, 2025“Haz de tu dolor, fuerza”, me dijo E. Y yo, que he aprendido a traducir el caos del mundo a través de la sintaxis del estudio, comprendí en ese instante que mi única defensa posible era la ciencia.
Perder todos mis ahorros un día antes de Navidad fue un golpe que mi cuerpo registró mucho antes que mi aplicación bancaria. Fue un trauma somático, un impacto sordo en el plexo solar. De golpe, me arrancaron el sueño del departamento ideal, la seguridad de mi maternidad y esa paz frágil que construía, ladrillo a ladrillo, para mi hija, mi pareja y para mí.
Pero si he de ser radicalmente honesta —y la escritura no sirve de nada si no sangra verdad—, lo que más quema no es la ausencia de los miles de pesos. Es la vergüenza.
Es esa voz interna, esa inquisidora cruel y repetitiva que aprovecha el silencio de la madrugada para susurrarte al oído: “¿Cómo fuiste tan tonta? Con toda tu inteligencia, con toda tu capacidad, ¿cómo caíste en una trampa tan vulgar?”.
Me estaba ahogando en el ácido de mi propio juicio cuando E. intervino. Su frase funcionó como un torniquete emocional: “No te hables mal. No permitas que la maldad de otro te haga pensar mal de ti”.
Ahí, justo en esa grieta de luz, entra la neurociencia de las redes de apoyo. En aquel momento mi cerebro sufría lo que Daniel Goleman define como un “Secuestro de la Amígdala”. Mi sistema límbico había tomado el control total, inundándome de cortisol y desconectando mi corteza prefrontal —esa directora ejecutiva encargada de la lógica y la mesura—. La voz de mi pareja y el soporte de mi tribu actuaron como una “corteza prefrontal auxiliar”. Su intervención externa me permitió la co-regulación, frenando la espiral de pánico para devolverme, poco a poco, a la orilla de la racionalidad.
Me sequé las lágrimas, aparté la culpa pegajosa y, con la mente más clara, acudí a los datos. Lo que encontré fue sanador: no fui víctima de mi estupidez, sino de una tormenta perfecta diseñada con precisión quirúrgica para hackear la biología humana.
Crónica de 240 minutos
Fueron cuatro horas. Un viaje mental de doscientos cuarenta minutos donde me proyecté en el espacio, habitando por adelantado cada rincón de un futuro que no existiría. Pensaba que, por fin, podría tener lo que deseaba y merecía: un refugio para mi hija tras sobrevivir a situaciones insostenibles. Esa euforia, ese cóctel de dopamina y oxitocina, me cegó.
Cuando la ilusión se desplomó, llegó el miedo. La vergüenza de haber perdido lo que tanto nos había costado generar a mí y a mi pareja durante noviembre. Y luego, la ira. Una furia antigua.
Siempre ha existido algo que mi cerebro no logra computar: la maldad sin culpa. No puedo imaginarme en la piel de ese hombre, estafando a una madre soltera, sabiendo que ella tejía ilusiones de un hogar seguro para su pequeña. Erich Fromm definía la “crueldad humana” como aquello que trasciende el instinto de supervivencia animal; es el placer de la tortura, la manipulación sofisticada y la risa ante el dolor ajeno. Esa es la verdadera radiografía de la maldad.
Rafael Misael Velázquez Rivera (teléfono +52 1 55 7854 4276), operando tras la fachada de un enlace de Lamudi, robó dinero y paz ejecutando una ingeniería de la manipulación.
El estafador tenía el panorama perfecto. Encontró a una mujer en burnout, neurodivergente (TDA-H y ACI), lidiando con la complejidad familiar, cuidando a una niña pequeña, con el estómago vacío y un cóctel de fármacos corriendo por las venas. Atacó mi agotamiento, sabiendo que cuando la batería interna está en rojo, los cortafuegos de la psique se apagan.
Pero frente a esa oscuridad, me he sostenido las últimas veinticuatro horas en una certeza que E. me repite como un mantra: “Se necesita inteligencia para ser bueno”.
La bondad se ha convertido en mi trinchera. He tenido que aprender a pedir ayuda, a correr hacia mi red de apoyo. He llorado a escondidas en la ducha, bajo el estruendo del agua para que mi hija no me escuche, y he hablado con E. para blindar nuestro vínculo. Estamos calmando el dolor y frenando las manecillas del reloj para planear, esta vez con entereza, ese sueño postergado.
Este dolor me ha obligado a ver que muchas vivimos atrapadas entre dos cárceles: la externa de los estereotipos y la interna del enmascaramiento. Pero hoy transformo mi pérdida en datos y mi vergüenza en advertencia. He aquí la evidencia de por qué caí: no por falta de capacidad, sino por exceso de humanidad.
Cerebro navideño: Un blanco fácil
Las luces de diciembre y el paisaje atestado de decoraciones son un campo minado para la cognición. Durante la temporada navideña, nuestro cerebro experimenta cambios químicos que vulneran la toma de decisiones. La exposición constante a la promesa de “tiempos mejores” activa el sistema de recompensa del cerebro, inundándonos de dopamina.
Yo buscaba un hogar. Esa necesidad primaria, mezclada con el ambiente festivo, disparó mi dopamina. Y el dato clave es este: la dopamina no es la molécula del placer, es la del deseo. No se libera cuando obtienes lo que quieres, sino cuando esperas obtenerlo. La simple expectativa de ese departamento generó una euforia que suprimió temporalmente mi juicio crítico. A esto se sumó la dieta de la temporada: la inflamación sistémica por azúcar y estrés altera la química cerebral, ralentizando la atención. No estaba “distraída”; estaba biológicamente comprometida.
Neurodivergencia y agotamiento
Para entender mi caída, tuve que mirar más allá del fraude y analizar mi contexto. Históricamente, como mujeres, se nos impone una dicotomía cruel: o bellas o inteligentes. A esto se suma la presión de ser la mujer siempre agradable, ocultando el malestar bajo una fachada de sonrisas de porcelana.
En mi caso, y en el de muchas mujeres con neurodivergencia, operamos bajo el masking o camuflaje. Utilizamos el intelecto para copiar normas sociales y encajar, un esfuerzo cognitivo titánico que nos hace parecer “demasiado funcionales” mientras nos desmoronamos por dentro. Rafael Misael Velázquez Rivera no se encontró con una mente débil, sino con una mente exhausta por el peso de la máscara.
Y esto, claro, tiene una relación directa con lo que viví. A nivel científico lo llaman la “Disfunción Dual”. Los estafadores profesionales saben sincronizar nuestras hormonas en su favor utilizando lo que Robert Cialdini llama el Principio de Escasez:
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Oxitocina (El freno roto): Primero, explotaron la hormona de la confianza, naturalmente elevada en Navidad y por mi necesidad de nido. Esto bajó mi resistencia ante propuestas inusuales. La oxitocina quitó el freno de mano de mi desconfianza.
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Cortisol (El acelerador): Simultáneamente, dispararon mi estrés con la táctica de la urgencia artificial (“hay muchos interesados”, “apártalo ya o lo pierdes”). Esto indujo un pico de cortisol, generando una ansiedad física de peligro inminente.
Imagina conducir un auto donde alguien corta los frenos y otro pisa el acelerador a fondo. El vehículo se precipita al abismo sin que la conductora pueda girar el volante. Es un secuestro biológico.
Pero vale la pena decirte que pasar por esto no es un error estadístico, sino parte de una tendencia nacional alarmante. En México, el 75% de los intentos de fraude inmobiliario corresponden a rentas. ¿Por qué? Porque la urgencia del inquilino es visceral, mayor que la del comprador. El departamento que vi encajaba en el “perfil de riesgo” diseñado para cazar a personas como yo:
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Inmueble: Departamentos de 56 a 90 m² (el 78 % de los fraudes).
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Precio gancho: Rentas de entre $7,000 y $14,000 pesos.
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Ubicación: Zonas de alta demanda (Narvarte, Roma, Del Valle).
Operaron con un guion predecible: precio gancho, fotos robadas y una presión incesante. Alguien cercano sugirió que necesitaba revisar mi “configuración mental”. Pero la neurociencia moderna refuta la idea de un cerebro errático- en mi caso: errático femenino-, porque el cerebro es plástico. Lo que falló fue mi vulnerabilidad circunstancial, aprovechada por un juego de mentalismo, control mental y retórica oscura.
Aquí es donde abrazo el estoicismo, porque siempre he querido regularme en la virtud. Y la virtud reside en el carácter, no en el saldo bancario. Así que me repito hoy, y te lo repito a ti por si has pasado por lo mismo: caer en una estafa no me hace menos inteligente; me hace humana.
Perdí dinero y la ilusión de esa Navidad perfecta en ese piso específico. Pero gané algo que ningún estafador me puede arrebatar: el conocimiento de mi propia mente y la certeza de que mi deseo de buscar un hogar para mi hija es legítimo.
Nunca he sido de rendirme. Como reza la canción de una de mis películas favoritas, The Color Purple:
Every day the sun don’t shine, but oh Keep it movin’, keep it movin’ It’s up to you the way you chose to go Keep it movin’, keep it movin’ Life can never break your soul.
Y así es. Pueden robar mis ahorros, pueden hackear mi cortisol, pero nada, absolutamente nada, puede quebrar mi alma.


