
AVEVA y IMD: el valor de la inteligencia industrial
diciembre 22, 2025
LoJack: rastreo y recuperación vehicular
diciembre 22, 2025¿Por qué no conectas? La neurociencia confirma que la mentira y los filtros de Tinder actúan como una toxina que bloquea tu resonancia neuronal.
Imagina el impulso más antiguo de tu historia: la necesidad urgente de que tus células dialoguen con las de otro cuerpo. Es un deseo de permeabilidad, de que tu código interno se difunda y reescriba, aunque sea por un instante, la electricidad ajena. Pero nadie te da match porque hemos sellado esa membrana biológica bajo capas de polímero digital.
Tu honestidad es un fluido vivo que el mercado rechaza; la realidad —con sus hormonas, su temperatura y su asimetría— espanta a quien busca la asepsia de un avatar. Veneramos la superficie estéril, esa que no permite el intercambio de sustancias ni verdades. Canonizamos una estética que lija los poros hasta convertir la piel en una barrera impermeable, impidiendo que la vida entre o salga.
La resonancia magnética confirma el desastre: hemos interrumpido la danza neuronal. La evolución diseñó tu cerebro para sincronizarse con el de la tribu, para que las neuronas espejo se dispararan al unísono en un contagio de empatía visceral. Pero la mentira actúa como un aislante químico. El engaño es una toxina que congela ese intercambio sagrado.

Alejandro Tomasini Bassols nos recuerda que la leona engaña para cazar, pero no miente; su cuerpo sigue integrado al ciclo de la sabana. Nosotros, al mentir, disociamos nuestra biología. Usamos la corteza cerebral para construir un muro que impide que nuestra esencia se derrame en el otro. Es una castración voluntaria de la intimidad.
Richard Davidson ha cartografiado esta soledad neuronal. El cerebro del mentiroso es un sistema cerrado, sobrecalentado, gastando una energía brutal en sostener el muro. No hay flujo, no hay descanso. Mientras calculas tu coartada o editas tu perfil, impides que tu sistema nervioso entre en resonancia con el mundo. Te conviertes en una cápsula hermética.
Esta obsesión por el hermetismo saltó de la mente a la dermis. Yo misma fui cómplice, untándome cremas caras para momificar mi rostro en vida. Buscaba esa piel de delfín, sintética y muda, sin entender que estaba bloqueando mi propia señal biológica.
Una dermatóloga honesta rasgó el velo: “Tu piel respira, deja de asfixiarla”. Entendí entonces que al borrar la textura, borramos el canal de transmisión. Un cuerpo de látex no transmite calor, ni feromonas, ni verdad. Es un objeto inerte que el inconsciente del otro rechaza porque no hay nada humano que leer en él.
Llevamos estos cuerpos sellados a la vitrina de Tinder, esperando el milagro de la fusión. Pero el algoritmo de Eva Illouz no sabe de química, solo de mercado. Tratamos de mezclarnos a través de un cristal frío que no deja pasar ni una sola molécula de lo que somos.
El amor líquido es eso: dos fluidos que se tocan sin mezclarse, separados por la tensión superficial del miedo. Deslizamos el dedo en una parálisis de abundancia, buscando una conexión celular en un entorno esterilizado. El deseo muere porque no hay riesgo de contagio emocional.
La soledad moderna es la incapacidad de infectar al otro con tu luz y tu sombra. Es tener todo el código genético listo para ser compartido y no encontrar un receptor valiente. Editar la existencia es negar la posibilidad de que tus neuronas abracen a las ajenas.
Epicteto y Séneca intuían esta biología: la coherencia interna es la única forma de mantener los canales abiertos. Un cerebro veraz es una membrana permeable. Ser auténtico es permitir que tu ser interno se difunda, invada y transforme el espacio que te rodea.
Imagina que dejas caer la barrera y permites la contaminación maravillosa del encuentro real. ¿Sientes ahora cómo tu biología, por fin, respira al unísono con la vida?


